sábado, 9 de julho de 2011

La edad de oro (Javier Cercas - El País)


Ayer por la tarde, después de ver Midnight in Paris, me di cuenta de repente de que llevo 14 años escribiendo en este periódico y todavía no he escrito un miserable artículo sobre Woody Allen. Mi única justificación para esa desvergüenza injustificable es que todos estamos tan acostumbrados a Allen que ya ni siquiera reparamos en el privilegio de ser sus contemporáneos y de que cada año desde hace más de 30 nos entregue una nueva película. Hace tiempo le oí decir a un crítico prestigioso, cuyo nombre callo porque hoy me siento benevolente y compasivo, que se avergonzaba de vivir en una época en que se llamaba genios a tipos como Woody Allen. Como tantas palabras románticas, la palabra genio es desde luego incómoda: sugiere facilidad, sugiere improvisación, sugiere talento natural, sugiere cosas, en fin, que guardan menos relación con la práctica de cualquier arte que palabras como vocación, esfuerzo o coraje; de todos modos, casi estoy por decir que me avergüenzo de vivir en una época en que hay críticos prestigiosos que son incapaces de reconocer la excepcionalidad de Allen. Porque, ¿cómo llamar a un tipo que ha escrito y dirigido 40 películas entre las que se cuentan cosas que se parecen tanto a una obra maestra como Annie Hall, como Broadway Danny Rose, como Hannah y sus hermanas, como Delitos y faltas, como Maridos y mujeres, como Balas sobre Broadwayo como Deconstructing Harry? Gore Vidal, un escritor entre cuyas virtudes no figuran la humildad ni la generosidad con sus contemporáneos, ha afirmado que el mayor creador de nuestro tiempo no es él sino Woody Allen; por mi parte sólo puedo decir que, si mis cuentas son correctas, este hombre está a la altura de los más grandes de la historia del cine: de Ford, de Hitchcock, de Fellini, de Bergman. Entiendo que, a muchos, esta afirmación les parezca un sacrilegio; me consuela pensar que, en la época de Ford o de Hitchcock -o, ya puestos, de Cervantes-, a casi todo el mundo le parecía un sacrilegio afirmar que Ford o Hitchcock -no digamos Cervantes- estaban a la altura de los más grandes: ya se sabe que, para ser reconocidos como tales, los más grandes tienen que estar muertos y bien muertos, y a ser posible hace mucho (mientras tanto son unos pelagatos). Por lo demás, no niego que Allen haya firmado películas malas; sólo digo que Shakespeare también firmó Tito Andrónico y no por eso deja de ser Shakespeare, que la mayoría de las malas películas de Woody Allen -tipo Celebrity- sólo son malas a primera vista, y que si yo hubiese dirigido una tontería como Vicky Cristina Barcelona, me hubiesen dado todos los Goyas, incluido el de efectos especiales, el Oso de Oro de Berlín, la Palma de Oro de Cannes y el Oscar de Hollywood. No les quepa la menor duda.
Midnight in Paris quizá no es la mejor película de Woody Allen, aunque seguro que no es de las peores. Como tantas películas suyas, es destartalada y disparatada, pero está llena de una gracia, una alegría y un amor a la vida que tal vez sólo se hallan al alcance de los genios. Además, Allen tiene la educación de propinarle en ella una buena colleja al peor tipo de intelectual conocido y a su vicio peor: predicar el Apocalipsis, fomentar el prestigio memo del fin del mundo y la creencia igualmente mema de que existió una edad de oro en que, a diferencia de lo que ocurre en la actual, existían los genios y todo el mundo era noble, valeroso y honesto. Gil, el protagonista de la película, es uno de esos intelectuales, un guionista de Hollywood que sueña con ser novelista y con haber vivido la edad dorada del París de los años veinte, junto a sus ídolos, los genios de verdad, gente como Hemingway, Scott Fitzgerald, Buñuel o Picasso. Mágicamente, durante unas vacaciones en la ciudad con su futura esposa americana, Gil viaja en el tiempo al París de sus sueños y allí frecuenta a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Buñuel y a Picasso; también a una joven bellísima que casi se avergüenza de vivir en aquella época, cuando la gente llama genios a tipos como Picasso, y que sueña con el París de la belle époque, para ella una edad dorada donde existían los genios de verdad -Gauguin y Degas y Toulouse-Lautrec- y donde la gente era noble, valerosa y honesta. Mágicamente otra vez, Gil y la chica viajan en el tiempo al París de la belle époque y se encuentran con Gauguin y Degas y Toulouse-Lautrec, y en aquel momento Gil entiende que también en la belle époque hay quien se avergüenza de vivir en una época en que hay quien llama genios a aquellos pelagatos, gente que sueña con la edad dorada del Renacimiento, cuando existían genios de verdad, tipos como Miguel Ángel o Tiziano. Y sólo entonces Gil entiende por fin lo obvio, algo que jamás entenderán los intelectuales memos: que el mito de la edad de oro es un espejismo armado por una alianza letal de cobardía, mediocridad, petulancia y estupidez, que la edad de oro no existió nunca o que, como saben los niños, los sabios y Julieta Venegas, la única posible edad de oro es el presente, que es lo único que hay.

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